- ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!
Los pasitos saltaban en zigzag las baldosas donde estaba dibujada la rayuela, esquivando la que tenía la piedrita.-
Para comenzar el juego había que saltear el semicírculo del infierno. Una vez alcanzado el semicírculo del cielo, pegaba la vuelta y comenzaba el regreso. Haciendo equilibrio en un solo pié, había que agacharse y recoger desde la baldosa lindante
- ¡La que sigue! – gritábamos al unísono, ansiosas de que ya nos tocara el turno.-
- ¡Yo! ¡A mi! – y frotando mi piedrita llena de protuberancias, apunté a la casilla del 8, cerquita de la línea del medio pero sin tocarla. Mi suerte estaba echada. Ni la rozó, cayó en el lugar más conveniente.-
Siguiendo el reglamento, pisé cada número arrastrando un poco de tiza en la suela de mis zapatos, era cuestión de velocidad y estrategia. No me resultó nada difícil la vuelta, luego embocar en el 9 y por último en el cielo.-
Pero una pequeña distracción por los gritos de la celadora, alteraron mis saltos y sin querer pisé la raya del infierno.-
Todo quedaba anulado. Todo estaba perdido. Había que comenzar otra vez. Había que sobrevivir.-
Sacudiéndonos los delantales, regresábamos a la formación y resignada me alentaba para dentro - ¡La próxima vez vas a ganar, aunque juegues al límite!
Con el correr de los años fui advirtiendo que aquellos juegos de la infancia dejaron grandes huellas en mi camino. Si no eran piedras, eran desarraigos, descubrimientos, algunos buenos y otros no tan santos, pero necesarios.-
Muchas veces me había sentado a la orilla de la vida planteándome donde quedaba el cielo en ese mundo irreal de baldosas frías y reglamentos. El infierno lo conocía de sobra, podría dar cátedra de ello.-
Ya grande, con otro delantal y otros ideales, tomé la antorcha del desafío para que los niños bajo mi cargo tuvieran al menos la oportunidad de crecer, sabiendo que todos somos iguales, con dignidad, derechos y deberes, valores propios del ser humano.-
Año tras año la batalla siempre fue dura. Impartir conocimientos en una mente atormentada, cuestionándose lo ya conocido por mi, resultaba muy difícil.-
Y sucedía lo que tenía que suceder: cerrar los libros y sumar mi alma a la de ellos para que pudieran aliviarse, dándoles consejos, prestándole mis hombros donde pudieran reposar su frente, golpeando sus espaldas cuando una emoción se quedaba atragantada en la garganta.-
El desgaste se fue dando en silencio. Repetir las historias de abandono desde la cuna y no lograr enjugar sus lágrimas hacían que mi corazón se estrujara aún más. Las altas paredes separando los mundos de afuera y de adentro, fragilizaban toda defensa y las preguntas sin respuestas, agrietaban las esperanzas de los que estaban en el lugar no escogido.-
Siempre me pregunté porque había que encerrar a los niños que rechazaba la burócrata sociedad. Indefensos, sin esa contención que pudiera brindar un nido pobre, llorosos por el desarraigo, por la marginalidad tan nefastas aunque pudieran comer todos los días.-
Lo que mas duele es tener que soportar la condena que les correspondiera a otros. Cuando un niño llora, hay un grande que también ha llorado por él. El echo de no poder mantenerlo, de carecer de los medios necesarios para protegerlo y acompañarlo en el trajín de crecer, de saber que lo puede perder para siempre mediante una adopción, de no poder siquiera escribir unas líneas porque es analfabeto, de que la moneda mendigada va a parar a otras bocas mas pequeñas que la suya, hacen de ese ser humano un largo lamento que señala donde está la hipocresía, la que desgarra sus vestiduras mientras se seca falsas lágrimas.-
Porque todo es cuestión de tiempo. Las estadísticas generalmente hablan de las bajas pero nunca de las altas. Más fácil es mirar para otro lado, encierran a los niños pobres y luego vuelven a sus confortables casas.-
Alivian sus conciencias diciendo que el presupuesto destinado a esas instituciones cubre todas las necesidades que el medio no les puede brindar.-
¡Y la realidad es tan distinta!
Jamás una madre podrá ser suplida por otra. Las blancas sábanas amanecen húmedas de nostalgias, extrañando a ese grupo que, aunque empujara un carro, les permitía ver los cielos sin enmarcar. Compartir la poca comida, las risas de sus iguales, los juguetes imaginarios, un partido de futbol con una latita vacía.-
Los niños pobres afean a la sociedad.-
Hoy, con mi salud mancillada, no dejo de bregar por ellos y pienso en esas madres, incluyendo la mía que ya no está, que alguna vez puedan realizar sus sueños de ser nuevamente una familia, de recuperar a sus hijos que en silencio lloran… en agonía.-
1 comentario:
Es sorprendente cómo un juego tan aparentemente inocente como la rayuela puede ser metáfora de una vida. El infierno que todos tratamos de evitar (cualquiera sea nuestra posición social) es, quizá, la baldosa más grande, la que nos deja ver que allá, a lo lejos, a un salto enorme de distancia, hay una vida posible, mejor, más tranquila. Ese salto es el que no se puede dar así nomás. Es grande, mucho más de lo que muchos de nosotros podemos saltar. Y una vez en el uno, con nuestras piernas todavía temblando por haber llegado a ese salto que parecía imposible, debemos empezar a realizar pequeños saltos, pequeñas proezas, a sortear pequeños obstáculos, pero ahora, atados a las regla de una sociedad que no nos deja saltar libremente, sino con un solo pie, como para hacernos recodar constantemente que las cosas en la vida nos cuestan sin motivos, sólo por imposiciones. Y así saltamos, a través de los años, tratando de llegar a ese cielo lejano, tratando de no pisar las piedras que vamos encontrando, ni de salirnos de nuestro camino, para no tener que volver a empezar nuevamente desde el infierno.
Como siempre Mary, un gusto leerla. Cada artista pone algo de sí en su obra, como decía Oscar Wilde. En vos, se nota que ese algo, es bastante.
Sigo esperando más para leer!
Besos
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